La mujer al otro lado del espejo busca a la joven que fue. La encuentra en sus ojos castaños, pero se pierde entre las incipientes canas que se empeña en camuflar bajo una capa de tinte pelirrojo. Siempre quiso ser pelirroja, pese a que la genética la hizo morena de piel, de pelo y de ojos. Las canas, al fin, le han dado una excusa.
No tardará en arreglarse de cualquier manera y salir de casa, pues siempre va con prisas, siempre tiene demasiadas cosas que hacer, casi siempre para contentar a otros. Es demasiado perfeccionista y está aprendiendo, desde hace años ya, a convivir con la imperfección, con el desorden y con el ruido con el que sus hijos le llenan la casa, pero teme que no lo logrará nunca. Sin embargo, de vez en cuando, sin que nadie la vea, se refugia en su dormitorio y lee hasta quedar dormida o escribe hasta perder el sueño.
En su mesita de noche hay una pila de libros que nunca merma, para desolación de su marido que, como ella, también anhela ser escritor. Se conocieron en un foro de relatos cuando ambos eran apenas esbozos de las personas que hoy son, y quizás eso es lo que los ha mantenido unidos durante tanto tiempo, pese a todas las tormentas; la certeza de que nadie más comprendería ese deseo, esa necesidad de escribir, ese refugio.
Lo cierto es que ella no escribió siempre, pese a que adora escribir desde que era apenas una adolescente. Ha tenido épocas difíciles y, aunque hay quien dice que el tormento hace al escritor, a ella el sufrimiento le roba las palabras. Pasó años sin escribir hasta que, un día como cualquier otro, una compañera de trabajo le hizo una pregunta aparentemente sencilla: «Si no tuvieras miedo a nada, si nada te frenara, ¿a qué dedicarías el resto de tu vida?». La respuesta vino sola: «A escribir. Sin duda». Quizás no fue aquel día, ni el siguiente, pues a menudo las semillas tardan en germinar. Pero empezó a leerse a sí misma, a entenderse un poco más y a decirse: «Te arrepentirás de no haberlo intentado. ¿Qué haces que ya no escribes? ¿Acaso tienes miedo de intentarlo y fracasar, so cobarde?».
Y así fue como, después de años sin escribir, una tarde recuperó uno de los personajes que bosquejara en su juventud, una niña ciega pero valiente, e hiló en torno a ella el esbozo de una historia, una red de seguridad o una cuerda para no perderse en el laberinto que se disponía a recorrer. Y se sorprendió al descubrir que no pensaba parar hasta acabar aquella historia, y no solo eso. No pensaba parar hasta convertirse en escritora. Aunque la muerte la pillara aún de camino.
Me ha encantado. «Si no tuvieras miedo a nada, ¿a qué te dedicarías?». Pienso en aquella idea de conocer a alguien por sus cosas, como si entraras a su casa cuando no está. Y también por lo que piensa, como si pudieras escucharlo sin verlo. Aún me pregunto, por encima del dolor, ¿qué tiene por decir? ¿O va a exorcisarlo?